19
Vie, Abr

Artículo aparecido en Gazzetta d'Alba


A partir de este número, ofrecemos a nuestros lectores una preciosa serie de documentos. Se trata de las ponencias de tres grandes expertos presentadas en el convenio del 26-28 de noviembre de 2021 para conmemorar los 50 años de la muerte del beato Santiago Alberione, en el ámbito de “Alba capital de la cultura de empresa 2021”. Este año, exactamente el 3 de junio, Gazzetta d’Alba cumple 140 años de vida y su éxito está estrechamente conectado a la actividad apostólica del P. Santiago Alberione, que en 1913 adquirió esa publicación diocesana y la relanzó, haciéndola cre­cer hasta llegar a ser el semanario referente para todo aquel territorio. Además, gracias a Gazzetta el P.Alberione percibió la hora para emprender su gran obra apostólica al año sucesivo, 1914, fundando la Sociedad de San Pablo. A la presente ponencia del profesor Gianfranco Maggi, en los próximos números seguirán las del historiador Andrea Riccardi y del economista Stefano Zamagni.

 

Antes de entrar en el meollo del asunto, puede ser útil recorrer someramente la prolongada vida del P. Santiago Alberione. Nacido en 1884 en un caserío de la zona de San Lorenzo di Fossano, quinto hijo de una tradicional familia de campesinos, tuvo que desplazarse con ellos a Montecapriolo de Cherasco. Manifestó muy precozmente la intención de hacerse sacerdote, y por ello frecuentó pri­mero el Seminario de Bra y después el de Alba, donde fue ordenado en junio de 1907. Doctorado en teología y muy estimado por el obispo, monseñor Re, fue nombrado director espiritual de los seminaristas albeses. Siguiendo a su maestro, el canónigo Francisco Chiesa, empezó a comprome­terse en la Unión popular (como se llamaba entonces a la Acción católica) y a ocuparse de la “buena prensa”.

 

En los comienzos de la obra está Gazzetta d’Alba

En 1913 adquirió de la diócesis la propiedad del semanario Gazzetta di Alba, entonces a punto de quebrar por deudas. En 1914 dio vida a la Escuela tipográfica, embrión de lo que pronto sería la Sociedad de San Pablo. Muy rápidamente su criatura expandió la propia actividad, atrayendo un número siempre creciente de secuaces, tanto masculinos como femeninos. Teniendo que superar los recelos de las Congregaciones romanas, y también los de una buena parte del clero diocesano albés, el P. Alberione luchó por mucho tiempo para obtener el reconocimiento eclesiástico de su fun­dación. Mientras, en 1925 había abierto una sede nada menos que en Roma, editando allí multitud de boletines parroquiales, folletos devocionales, libros.

La Sociedad de San Pablo –a la que flanqueaban las ramas femeninas de las Hijas de San Pablo y después, desde 1924, las Pías Dicípulas y a partir de1938 las Hermanas Pastorcitas– en pocos años llegó a contar un elevado número de miembros, y en Alba se había dotado de una sede imponente, para albergar centenares de muchachos y chicas además de los ámbitos necesarios para la tarea de composición, impresión y expedición de sus productos tipográficos. Desde comienzos de los años 1930, el P. Alberione comenzó a enviar sacerdotes suyos a varios Países, europeos y extraeuropeos, para imitar en ellos lo que se había hecho y se hacía en Alba. Por todas partes se abrían tipografías y librerías. Sucesivamente, en Italia se dio comienzo a una producción cinematográfica y en el extranjero se instalaron las primeras estaciones radiofónicas.

El prestigio del Fundador crecía sin parar, apreciado y elogiado incluso por los sumos Pontífices. En la circunstancia del concilio ecuménico Vaticano II, fue incluido en el restringido grupo de superiores religiosos invitados a participar. Murió en Roma, donde se había establecido desde 1936, el 26 de noviembre de 1971.

Para entonces las congregaciones fundadas por él contaban en su conjunto con más de 5.200 per­sonas, entre mujeres y hombres, que no estaban empleadas al servicio de una hacienda, sino que voluntaria y conscientemente habían decidido consagrar la propia vida a una misión indicada para cada una por el Señor mediante el P. Santiago Alberione. Este fue proclamado beato en 2003.

 

Una gran empresa donde había un desierto

Al final de su vida, el “legado” de Santiago Alberione era una imponente obra de “apostolado de la buena prensa”. Había así realizado su idea, madurada en los primerísimos años del siglo XX: hacer del periodismo “el brazo derecho y el arma de la Iglesia” frente a la nefasta influencia de la prensa laica anticlerical que amenazaba con “corromper” a las masas católicas. La convicción de haber recibido de Dios una misión especial y bien determinada, para complirla personalmente –escribe su biógrafo– «estaba enraizada en el fondo de su ánimo como un dogma de fe».

Pero indudablemente, desde otro punto de vista, había también creado una empresa excelente, con sus talleres, sus redacciones, su red distributiva y su propaganda capilar. Es decir, había construido, partiendo de cero y empezando por Alba, una gran industria, que se contaba entre las mayores de Italia en el sector editorial. Aún así, ninguna perspectiva diversa de la apostólica anidaba en su mente y en su corazón. Es significativo constatar que en sus escritos –numerosos, pero integrados la máxima parte de ellos en una recopilación de articulitos ocasionales y, sobre todo en la transcrip­ción de sus predicaciones– no aparezca nunca el tema de la actividad industrial o comercial, ni siquiera en su Catecismo social. Elementos de sociología cristiana. Las únicas veces que alude a tal actividad es sólo para rechazar hasta la idea de querer imitarla.

Sin embargo, Santiago Alberione ha sido, indudablemente, un empresario. Y, algo más significativo aún, lo había sido en un contexto como el de Alba a comienzos del siglo XX. La ciudad que hoy celebramos como “capital de la cultura de empresa” era a la sazón un auténtico “desierto de empresa”.

A parte algunas firmas vinícolas ya en aquel tiempo renombradas, pero todo sumado, de dimensio­nes minúsculas, la única verdadera “fábrica” era la hilandería llamada entonces De Fernex, que en su época mejor había ocupado, para el período del devanado, algunos cientos de obreras, pero que ya se encontraba en inexorable fase de decadencia. Había también tres hornos para la elaboración de productos lácteos y un molino, en el arroyuelo del Mussotto, que había sido muy importante pero estaba también él en franco declive. Las estadísticas de la época hablan asimismo de una pequeña fábrica de clavos, y de varias actividades artesanales de escaso relieve.

Este panorama nos diseña una ciudad que basaba su muy escasa prosperidad en el comercio de los productos derivados de una agricultura también en estrecheces, sobrecargada por una masa de traba­jadores que, para vivir, se veían constreñidos a una fuerte emigración. Y bien, justamente ahí, las iniciativas de aquel curita, debilucho pero testarudo, rozaban el halo de lo milagroso. Partiendo en 1914 con una tipografía de reducidísimas dimensiones, gestionada con una mano de obra llena de buena voluntad pero sin especialización alguna, a la vuelta de pocos años, afrontando las ocasiones que la crisis bélica y postbélica presentaba, había adquirido nuevas máquinas y aumentado la acti­vidad productiva, y contaba ya con un número de seguidores en impetuoso crecimiento, ansiosos de aportar todos los propios recursos –escasos– al servicio de un ideal apostólico que les inflamaba.

Durante muchos años, la obra del P. Alberione, aun teniendo una dimensión considerable y un patri­monio cuantioso, no contaba con una naturaleza jurídica bien definida. Pero a un cierto punto, en 1923, para conjurar el temor de alguna ley “eversiva”, la Sociedad de San Pablo se constituyó como sociedad anónima por acciones, cuyo capital social de 1.700.000 liras al cabo de cuatro años había crecido llegando a 4 millones. Después, siempre a la espera de un reconocimiento eclesiástico, se trasformó en “obra piadosa” civilmente reconocida.

 

Contribuyó al desarrollo de dos barrios en la ciudad

Ya en 1920, la criatura del P. Alberione, que en los informes anuales señalaba una gestión econó­mica activa, no encontraba en la ciudad el espacio que pudiera alojarla y se veía obligada, por falta de locales, a no poder aceptar unas ochenta solicitudes de admisión. De consecuencia decidió “tirar­se a los prados” (campese 'nt i prà), adquiriendo la vasta extensión de terreno, en parte pantanoso, entre la circunvalación, el ferrocarril y el torrente Cherasca. La misma área donde estamos hoy reunidos.

Aquí construyó la primera “casa”: un edificio de tres plantas de 31,80 por 12,20 metros. Aún no estaba terminada la construcción, cuando, a finales de 1921, pidió permiso para prolongarla otros treinta metros.

A la sazón los jóvenes de la Sociedad paulina eran unos ochenta; al año siguiente ya habían llegado a 172, y la nueva casa resultaba a todas claras insuficiente para albergarles, por más que los espa­cios para trabajar fueran absolutamente espartanos. Faltaban también locales para almacenar el material necesario para la producción y el ya impreso que debía distribuirse.

Así que a finales de 1922 llegó al Ayuntamiento una nueva petición para edificar otra construcción de sesenta metros de largura, igual a la realizada hasta entonces, dejando entre las dos el espacio para levantar en el futuro una iglesia.

Era un auténtico frenesí edificatorio (el “mal de la piedra”, como alguno lo llamaba) que llevó al P. Alberione a realizar el gran conjunto que da a la actual plaza San Paolo. Gracias al infatigable trabajo de sus “muchachos” y de muchos generosos cooperadores, había incluso rellenado el terre­no, precedentemente excavado para disponer de materia prima en los hornos albeses, poniéndolo al nivel necesario hasta lograr la gran explanada de la actual plaza. A su alrededor nacía así un nuevo barrio ciudadano.

Ya precedentemente el P. Alberione había dado otro aporte también significativo para el desarrollo urbanístico de Alba. En 1914, justo en los primeros albores de su criatura, buscando una ubicación apta al efecto, había adquirido, en una zona por entonces bastante distante de la extrema periferia, el palacete de Moncaretto con unas 7 hectáreas de terreno, que llegaba hasta la carretera a Barolo.

Sus planes eran bien claros: allí construiría –y empezó enseguida el trabajo– una iglesia, la actual del Divino Maestro. De esa manera subiría el valor de los terrenos circundantes, de modo que a no tardar fuera posible revenderlos, conservando solo la franja junto al edificio sacro. De ello recabaría lo necesario para amortizar la deuda de 80.000 liras y para terminar la construcción de la iglesia.

Se trataba de una “pía especulación”, como la definió el obispo monseñor Re, cuando se le informó. La iniciativa dio un empujón a la fuerte expansión de la ciudad en el primer período de posguerra para el arrabal de lo que se llamaría Corso Piave.

 

El rol asignado a los numerosos cooperadores

El frenético activismo de Alberione, en aquel asfixiado ambiente albés, suscitaba reacciones contra­puestas. Había, sobre todo en la campiña de la diócesis, más de quinientos fieles (hombres y muje­res) entusiastas de una empresa apostólica nueva y dispuestos a “cooperar” de cualquier manera: con donaciones en dinero y en géneros alimentares, y también con preciosísimas prestaciones de trabajo, especialmente en el período invernal cuando los campos requieren menos cuidados. A esas personas disponibles Alberione las denominó “cooperadores paulinos” y a ellos debió gran parte de su éxito.

Pero había también detractores, los que sospechaban de cuanto estaba haciéndose y se preguntaban de dónde provenía el dinero tan abundantemente gastado. De tales sospechosos los había incluso entre los curas de la diócesis, temerosos de que aquel boom pudiera trasformarse en un crac y que la diócesis se viera envuelta en tapar agujeros pavorosos.

No obstante, Alberione iba adelante impérterrito, seguro de deber responder a la llamada de su Señor y de que éste sin duda concurriría a superar todos los obstáculos puestos en el camino. Buscaba cualquier medio para hacer más sostenible su empresa, desde el punto de vista económico, aprovechando la sobreabundancia de mano de obra disponible, por más que ésta careciera de prepa­ración técnica. Emprendió así una especie de programa autárquico, convencido de que produciendo él mismo cuanto precisaba reduciría los costes. Comenzó por los ladrillos, pensando en la cantidad necesaria para su vasto programa edilicio, y montó un horno que empleaba la materia prima justo de los terrenos de la actual plaza.

Luego, para garantizar una alimentación más sana y nutriente a sus muchachos, instaló un molino y un horno en la pequeña casa solariega sita en medio de aquellos terrenos, para utilizar el grano reci­bido de sus cooperadores. Además, esos mismos terrenos le procuraban hierba con la que nutrir algunas vacas que había adquirido. Y, para acabar, con la hierba del prado y los desechos de la cocina criaba una docena de cerdos.

Cuando había necesidad de carne, no se tiraba atrás en acudir a maniobras desaprensivas, pasando a matanzas clandestinas. Siguiendo siempre su lógica, hizo surgir un tallecito mecánico, una zapa­tería, una carpintería y hasta una pequeña fábrica de tintas. La cosa culminó con la papelera, utili­zando el papelote de estraza y otros desechos que sus cooperadores le procuraban. Desde el punto di vista económico no fue ciertamente un éxito, pero significó una ayuda preciosísima en tiempo de guerra para disponer de papel.

 

Una única misión para hombres y mujeres

Los fastidios mayores Alberione los tenía con sus superiores. De golpe había pedido un recono­cimiento formal de su obra, constituyéndola en congregación religiosa. Pero quería que fuera acep­tado su esquema prefijado y que ya había empezado a realizar: el de una sociedad de vida religiosa con la única finalidad del apostolato mediante la prensa, sociedad compuesta por una rama mascu­lina y otra femenina integradas bajo una única dirección.

A este respecto, para subrayar su convicción de un nuevo y más amplio rol asignado a las mujeres en la pastoral eclesial, merece la pena recordar cómo, ya en 1915, había publicado un libro suyo titulado La mujer asociada al celo sacerdotal.

Pero todo esto no lograba entrar en las estrictas reglas del código de Derecho canónico, y para obte­ner el anhelado reconocimiento pontificio, limando cada vez más sus solicitudes, debió aguardar más de diez años, y ceder en cuanto a la compresencia de las dos ramas en una única realidad: tuvo que dar vita sucesivamente a diversas congregaciones femeninas coligadas con los Paulinos bajo el paraguas de la Familia Paulina.

 

Total confianza en la Providencia en vez de apoyarse en el dinero

En cuanto a recursos económicos, Alberione estuvo siempre necesitado de ellos en cantidades muy considerables. El dinero no le bastaba nunca. No ciertamente por exigencias personales, desde el momento que su vida, sin ninguna excepción, estuvo caracterizada por un estilo más que monacal; pero sí porque cuanto estaba creando costaba mucho, aunque sus hijos (y más aún sus hijas) no reci­bieran recompensa alguna por el preciosísimo trabajo desempeñado. Y es que los edificios tenían un costo de construcción y de manutención; y las máquinas de imprimir no siempre lograba encontrar­las a buen precio; y, en fin, mantener un ejército de personas que crecía continuamente implicaba una carga no indiferente.

¿Cómo hacía, pues? Para comprenderlo, debemos entrar en su mentalidad, plasmada por una fe granítica: decía que «es fácil hacer las obras con el dinero, lo bonito es dejar que las obras las haga el Señor, el cual no parte nunca del dinero». Y añadía que «las obras de Dios no se empiezan con el dinero, sino con la oración y la confianza en Dios; póngase confianza en Dios y váyase adelante, empezar con el dinero es una ingenuidad».

A los primeros pasos (la adquisición de Gazzetta y el plantel de la escuela tipográfica) proveyó in­virtiendo lo sacado de la venta de su parte de herencia recibida del padrino. Luego comenzó ense­guida a confiarse a la Providencia, que era generalmente abundante y hasta llegaba en los momentos oportunos. Ofertas y donaciones no le faltaban: desde la poca y sudada calderilla de sus coopera­dores esparcidos en diversos pueblos de la diócesis albesa y, poco a poco, también de los lugares donde llegaba la riada de sus publicaciones, hasta los muchos miles de liras (de entonces) que nobles señoras y potentes adinerados amigos le entregaban en varias ocasiones. Con todo, frente a tanta generosidad, él sostenía que no era el caso de mostrar demasiado reconocimiento a los bien­hechores, porque era más justo que éstos se mostraran reconocidos con quienes les daban la posi­bilidad de emplear sus bienes en obras buenas.

Por lo demás, pudo declarar que «ninguno de los proveedores perdió un céntimo, y siempre siguieron prestando su confianza. Hubo bienhechores a quienes la caridad rindió el triple».

Ya aludí a las donaciones de géneros alimentarios o de material necesario para la construcción de las casas. Hubo incluso quien había “institucionalizado” sus aportes; por ejemplo, en Benevello, pequeña parroquia de Langa, el párroco, muy amigo de Alberione, había hecho escribir en el esta­tuto del local Píccolo crédito (pequeño crédito) que sus recursos debían destinarse al mantenimiento de la Obra de la Buena Prensa. Alberione se valía también del ordinario crédito bancario, tal vez apelándose a diversas fuentes, no siempre «con la debida discreción», como escribe su biógrafo. Y en fin de cuentas estaban los ingresos provenientes de la producción editorial.

Con todo, no cesaban las habladurías, a veces interesadas, que preveían el inminente hundimiento financiero de su criatura, y seguían sembrando dudas en las más altas jerarquías eclesiásticas. Tanto que en 1936 el obispo de Alba, monseñor Grassi, a sugerencia proveniente de Roma, se le presentó un día constriñéndole a enseñarle los libros de la contabilidad. Como de costumbre, Alberione no se inmutó, únicamente le pidió darle el tiempo necesario, una semana, para hallar el material. Y cuando, a la semana siguiente, volvió el obispo, supo que el P. Alberione ya no estaba allí pues se había trasladado definitivamente a Roma.

El prelado se fue farfullando un irónico y desconsolado «ahora entiendo cómo obran los santos». Y en la Positio super virtutibus, el tomazo donde se resu­men las investigaciones de base para la causa de beatificación, se refiere el episodio rubricándolo así: «También el obispo de Alba reconoce su santidad».

 

Pensar y proyectar siempre más a lo grande

Del empresario, pues, Alberione tenía en alta medida algunas de las dotes más destacadas. Siempre le guió un objetivo clarísimo, buscado firmemente pero pronto en todo caso a modular la ruta para alcanzarlo, valorando con realismo, vez por vez, lo que era posible.

Su capacidad de visión se expresaba en pensar y en proyectar, siempre a lo grande. Ponía en su trabajo todas las energías de que disponía, a pesar de una salud siempre enfermiza. Aunque su biógrafo habla de «su natural propensión a mandar hacer más que a hacer él», siempre se resistió a delegar, y lo hizo sólo cuando le convenía o cuando no podía absolutamente prescindir de ello.

Todo esto era posible gracias al fortísimo carisma que de él emanaba y que todos sus colaboradores y colaboradoras reconocían y respetaban. Él nunca se presentaba como un entendido que pone a disposición de los otros los tesoros de sabiduría acumulados, sino como un maestro o, mejor aún, como un guía que daba directrices, sugería métodos nuevos y señalaba las metas que alcanzar. Y sabía hacerse obedecer usando siempre modos recatados.

Sus objetivos fueron siempre ajenos a valoraciones de carácter económico. Quería fuerte y sola­mente servir a su Señor y a su Iglesia, utilizando los medios que el ámbito empresarial le sugería. Pero nunca buscó el provecho; al contrario, trató por todos los modos de evitar que su obra «dege­nerase en una empresa de carácter industrial y comercial».

Con esta lógica, aceptó sin esfuerzo cuanto le era impuesto por las Constituciones que regulaban la Sociedad de San Pablo: no capitalizar nada con finalidad de lucro, tener siempre deudas pero no tales que pusieran en peligro su existencia económica –«una regla», comenta su biógrafo, «que él personalmente nunca trasgredió»–, vetar a cada uno de los miembros lucrarse por propia cuenta de beneficio alguno material proveniente de la actividad tipográfico-editorial.

Además, para reforzar la naturaleza genuinamente apostólica de la Sociedad de San Pablo, el P. Alberione aseguró a Roma que se obligaba a imprimir sólo ediciones propias, no por cuenta de terceros, a no ser que la autoridad eclesiástica las declarase de verdadero interés para las almas. Dentro de este cuadro, merece atención lo que podríamos llamar su “política del personal”. A lo largo de varios decenios, Alberione se mostró absolutamente contrario a encargar cualquier trabajo a personas no pertenecientes a su Sociedad religiosa. Tenía firme convicción de que, siendo la suya no una actividad comercial sino una obra de apostolado, todas sus fases debían estar en manos de “almas consagradas”, o al menos de cristianos que buscaran únicamente la recompensa del Señor. Confiar la realización de un apostolado a personas asalariadas le parecía una forma de profanación.

Alguien llegó a insinuar que Alberione explotaba así el trabajo de sus hijos e hijas, frecuentemente en edad juvenil. Pero tales voces quedaron reducidas al silencio por los propios interesados decla­rando siempre con decisión que nunca Alberione les hubiera pedido o impuesto fatigas excesivas, pues todos consideraban el compromiso lavorativo como apostolado.

A su cerrazón frente al trabajo confiado a externos, el Fundador se mantuvo decididamente fiel, al menos hasta 1960. Con fatiga optó por renunciar a tal principio, y lo hizo sólo cuando se convenció de que, sin la ayuda de empleados externos, las obras comenzadas no hubieran podido seguir desa­rrollándose. Así pudo realizarse en Alba, a mediados de los años 1960, el nuevo y grandioso taller tipográfico para la impresión de Famiglia cristiana, consolidada a la sazón como la revista italiana con mayor difusión, y que desde entonces, a lo largo de casi cincuenta años, ofreció un óptimo tra­bajo a cientos de familias de la ciudad y alrededores.

 

La rápida expansión en Italia y en el extranjero

Antes de concluir, no podemos dejar de referirnos a una de las características más impresionantes del crecimiento de la Sociedad de San Pablo y de la Familia Paulina: su rápida expansión.

No sólo en numerosas ciudades de Italia, donde, por ejemplo –limitándonos al período 1928-1933–, surgieron 26 librerías paulinas, sino que también, durante dicho lapso de tiempo, Paulinos e Hijas de San Pablo implantaron su actividad en diversos Países: Argentina, Brasil, Estados Unidos, Alemania, Francia, España, China, Japón, Filipinas, India, Polonia...

No todas esas fundaciones salieron airosas, pero todas seguían el mismo esquema. Ante todo, cada casa “filial” debía tener su propia tipografía y un propio alumnado, para formar a los nuevos miembros. Si se hubiera razonado desde el punto de vista industrial, no se encontraría razón alguna para abrir diversas tipografías en una misma nación, hecho que más adelante llegaría a causar problemas. Se trataba de un cupo a pagar para no incurrir en las iras de la Congregación romana, que precisamente no quería oír hablar de lógicas industriales.

Pero sobre todo causan asombro los modos con que Alberione, fiándose exclusivamente de la ayuda del Señor, lanzaba a sus sacerdotes y a sus hijas literalmente a la aventura, sin preparación alguna y sin ningún apoyo material. Avisándoles con pocos días de anticipación, debían partir hacia un determinado lugar lejano, donde tendrían que procurarse la aprobación del obispo local y luego comenzar la propia actividad de producción y distribución de la Buena Prensa, agenciándose por sí mismos los recursos necesarios. Les acompañaba la oración del Fundador, y eso debía bastar.

Impresiona leer en la Positio el testimonio de un médico albés que viajaba a Etiopía y en el barco se encontró con un sacerdote paulino que había sido enviado a Japón «sin dinero alguno, sin una carta comendaticia, sin ningún conocimiento de lenguas extranjeras». En el tórrido calor del Mar Rojo, vestía una larga talar negra, pesada, porque no tenía otra ropa. Para evitarle un golpe de calor, los viajeros hicieron una colecta con el fin de procurarle un equipamiento más de acuerdo con la situación. En otro caso, se cuenta de un sacerdote partido para India pero después desembarcado en China.

 

Ciudadanía honoraria dal Ayuntamiento de Alba

No obstante las no siempre fáciles relaciones con el ambiente local, Alberione estuvo costantemente ligado a esta ciudad, donde había madurado su vocación, donde había recibido la iluminación que le situaría en una dirección precisa, donde sus obras habían empezado a concretarse. Y también, por la otra parte, nunca le olvidó “su” ciudad, a la que había dado fama y que le había generosamente procurado tantos y tantas jóvenes seguidores de su aventura apostólica.

Cuando, en 1964, la ciudad de Alba, con un raro acto en su historia, le confirió la ciudadanía honoraria, fue un momento de auténtica y grande conmoción.

Concluyendo, el P. Alberione no podrá seriamente ser considerado como un modelo para los empre­sarios. Pero sin duda los resultados de su actividad, incluso mirando solo los aspectos materiales, han sido grandiosos. Para Alba se trató de la primera gran empresa de tipo industrial jamás cono­cida antes. También en esto el P. Alberione contribuyó a delinear los trazos de la ciudad industrial que iba a florecer prepotentemente en la Posguerra.

 

Agenda Paolina

19 Abril 2024

Feria (bianco)
At 9,1-20; Sal 116; Gv 6,52-59

19 Abril 2024

* Nessun evento particolare.

19 Abril 2024SSP: D. Ettore Cerato (1995) • FSP: Sr. M. Immacolata Di Marco (1968) - Sr. Santina De Santis (2003) - Sr. Gemma Valente (2015) - Sr. M. Luciana Rigobello (2018) - Sr. Giuseppina Bianco (2021) • PD: Sr. M. del Sacro Cuore Carrara (2004) - Sr. M. Flavia Liberto (2016) • IGS: D. Sergio Lino (2000) • IMSA: Marta Manfredini (2005) - Anna Paola Firinu (2020) • ISF: Rosetta Sebastiani (1993) - Vincenzo Giampietro (2009) - Rita Morana (2014) - Maria Iacovaz Serli (2018).

Pensamentos

19 Abril 2024

Sempre abbiam da santificar la mente, quindi istruirsi, nell’apostolato. E poi santificare il cuore, quindi amare l’apostolato per amore di Gesù. E poi santificare la volontà, quindi compiere il nostro apostolato, impiegando le forze che abbiamo (APD56, 236).

19 Abril 2024

Siempre tenemos que santificar la mente, por lo tanto, instruirse, en el apostolado. Y después santificar el corazón, por tanto, amar el apostolado por amor a Jesús. Y luego santificar la voluntad, por tanto, realizar nuestro apostolado, con las fuerzas que tenemos (APD56, 236).

19 Abril 2024

We always must sanctify the mind, therefore instruct ourselves, in the apostolate. And then sanctify the heart, then love the apostolate out of love for Jesus. And then sanctify the will, then carry out our apostolate, using the strength we have (APD56, 236).