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Qui., Abr.

A veces, en la opinión personal de quien suscribe, le tenemos más miedo a los términos que a nuestro modo de proceder en la realidad. Tememos que nos llamen comerciantes, curas de escritorio, oficinistas; pero, por el contrario, no somos capaces de evangelizar el mundo editorial y nos enmarañamos en cifras, encarnizadas pugnas por derechos de autor, guerras sucias con las llamadas “competencias”, frías estadísticas que deshumanizan a nuestra gente y las convierten en monedas nacionales.

Sugiero no seguir alimentando la animadversión a los términos, antes que a las propias actitudes. Del Concilio Vaticano II en adelante se ha ido haciendo cada vez más fuerte la realidad de que los espacios de trabajo, por más “profanos” que sean, terminan siendo ambientes donde nacen santos, donde es posible vivir la santidad. Veo con cierto temor que abandonamos lo propio: nuestros escritorios, nuestros mostradores, nuestros areópagos paulinos para regresar a los lugares desde donde la caridad pastoral hizo salir a nuestro Fundador: las iglesias parroquiales. Sin desmerecerlas, sin dejar de reconocer su importancia y su lugar como fuente de pastoralidad y misión, los paulinos encontramos como lugares propios justamente las periferias del pensamiento, de la cultura, de la línea delgada entre el creyente y el no creyente, en la actividad ecuménica, en los centros de estudio de comunicación, en el vasto continente digital. La dinámica es al revés, no es ir de la parroquia a las periferias, sino la de ir a las periferias para congregar a la humanidad en Cristo Jesús.

De allí que, personalmente, me tocan las palabras del papa Francisco cuando desaconseja que existan los “curas de escritorio” y se nos mira mal luego por pasar horas frente a los escritorios y un computador. ¿Erramos en la misión? Hay que tomar las palabras con cuidado, pues, posiblemente lo que se repruebe sea una actitud comodina, burocrática, desencarnada de la humanidad, alienada del pueblo. A su vez, como paulinos, hemos de profundizar en todo lo que pasa alrededor de nuestros escritorios, de nuestras mesas de trabajo, de nuestras notebooks: pasa la Palabra de Dios por nuestras manos, por nuestros ojos y oídos, la gustamos y la plasmamos, teniendo atravesados en la mente, la voluntad y el corazón a todos los hombres, de los cuales somos deudores. Sí, yo soy cura que realizo mi apostolado desde un escritorio, yo soy hermano que vivo mi consagración en una feria o en un aula de clases; pero mi corazón jamás se aparta de Dios y de los hermanos, jamás deja el profetismo, yo vivo, como dijo el beato obispo y mártir argentino Enrique Angelelli: “con un oído en el Evangelio y otro en el Pueblo”.

Esto significará que tenemos por deber principal vivir la integralidad de nuestra consagración religiosa siendo la misma persona en el ambón y en la reunión de planificación, en el comedor de la comunidad que en el video que preparemos para las redes sociales; el que se pone a confesar en una parroquia y el que calcula el precio de venta al público de una nueva publicación… ¡Tamaño desafío!