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Dom, Abr

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El misterio del sufrimiento

El dolor es un hecho universal, hay que ser realistas: la presencia del sufrimiento es una constante en el ser humano. Sin embargo, lejos de aceptarlo con naturalidad, el ser humano se rebela y, además de afrontarlo como un problema angustioso, intenta darle una explicación y superarlo de alguna manera.

Diferentes culturas lo han afrontado de diferentes maneras. Desde el budismo, que busca dar una respuesta interior que nos permita estar más allá del dolor, al occidente judeocristiano que busca, no evitar el dolor, sino interpretarlo. Respuestas insuficientes, conducirán al deísmo y al ateísmo.

A menudo, los conceptos de dolor y sufrimiento se entienden como sinónimos; en cambio, están lejos de ser idénticos; de hecho, puede haber dolor sin sufrimiento y sufrimiento sin dolor. Gran parte de nuestro sufrimiento no tiene nada que ver con el dolor.

Una de las primeras preguntas que surgen es la siguiente: ¿de dónde viene el dolor? ¿Qué es lo que lo causa? ¿Por qué sufrimos?

En algunas culturas, el sufrimiento se explica por las disputas entre los dioses; o con explicaciones dualistas: habría dos fuerzas sobrehumanas (una buena y otra mala) luchando entre sí; el sufrimiento sería producto del triunfo de la fuerza del mal. El hombre moderno, convencido de que es, primero juez de sí mismo y, después, juez de Dios, ante el sufrimiento humano, sobre todo de los inocentes, alza su dedo acusador hacia Dios...

 

El sufrimiento en la Biblia

La experiencia del sufrimiento acompaña toda la historia bíblica hasta el punto de producir incluso un género literario: la lamentación. No como un simple desahogo, como ocurre en muchas culturas y experiencias humanas, sino como llanto de uno que sufre y se eleva a Dios pidiendo una intervención o una respuesta.

“La Sagrada Escritura es un gran libro sobre el sufrimiento”, decía san Juan Pablo II (Salvifici doloris, n. 6). El libro del Génesis atribuye el origen del sufrimiento al pecado: “[Dios] a la mujer le dijo: ‘Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará’. A Adán le dijo: ‘Por haber hecho caso a tu mujer y haber comido del árbol del que te prohibí, maldito el suelo por tu culpa: comerás de él con fatiga mientras vivas…’” (Gn 3,16-17). Esta idea se llevó al extremo de creer que cualquier sufrimiento era el resultado de un pecado. Jesús negará con decisión este concepto varias veces, por ejemplo, en el episodio del ciego de nacimiento (cfr. Jn 9,2-3).

Algunos Salmos (6.38.41.88) dan fe de la no resignación ante el sufrimiento, que se convierte en súplica a Dios para conseguir la curación.

El tiempo de la salvación se imaginaba como el tiempo de la abolición de todo sufrimiento: “Entonces... –afirma Isaías– ningún habitante dirá: ‘Estoy enfermo’” (Is 33,23-24). “Aniquilará la muerte para siempre. Dios, el Señor, enjugará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25,8).

Pero mientras llega ese “entonces”, el sufrimiento permanece y uno no puede evitar tener que lidiar con él. Por supuesto, los creyentes de la Biblia no podían aceptar las explicaciones de otros pueblos: su Dios era único, lo habían experimentado como amigo y salvador. Al contrario del hombre moderno, el creyente bíblico sabe que es una “creatura” y, por tanto, limitado, pasible, sometido a la debilidad y al dolor.

En la Biblia son muchos los protagonistas que, de diferentes formas, tienen que afrontar la realidad del dolor. Job es el prototipo del creyente asediado y abrumado por el sufrimiento. Ante las desgracias externas, la reacción de Job está llena de serenidad; pero cuando es golpeado en su carne, comienza a maldecir su existencia y a preguntarse: “¿por qué?”. –Esta actitud la encarnará Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46; cfr. Sal 22,2)–. Entonces se revela otro rostro de Job: el rebelde que rechaza cualquier justificación religiosa y cuestiona y acusa a Dios mismo. Luego habla con sus amigos, quienes intentan convencerlo de que, si fuera inocente, Dios no lo habría reducido así. Finalmente, Dios interviene con sus preguntas.

La conclusión es un acto de abandono en Dios. Job alcanza la madurez de la fe. No recibió ninguna explicación: solo intuyó que es una necedad cuestionar a Dios sobre el propio sufrimiento. El dolor es un instrumento de maduración, de purificación, cuando se experimenta en la fe.

A lo largo de los siglos, y aún hoy, se ha arraigado una cierta convicción –quizás presente también en la predicación– de que de alguna manera Dios, su voluntad, está detrás del mal.

El hecho es que Jesús nunca le dio un valor positivo al dolor. Ante el sufrimiento humano siempre mostró compasión –hasta las lágrimas– y un gran compromiso en querer vencerlo, a través de los signos de curación: “Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios” (Mc 1,34): Jesús vino a liberar al hombre de los males físicos e internos que le hacen sufrir. Este comportamiento de Jesús frente al sufrimiento puede corregir muchas interpretaciones erróneas.

En la noche de Getsemaní, Jesús ora: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). Esta es la oración que siempre ha sido el punto fuerte del “dolorismo” cristiano: “Era voluntad del Padre que Jesús terminara en la cruz”. Pero no, la voluntad de Dios es “que todos se salven” (1Tm 2,4), que nadie se pierda y que Jesús, su Hijo, pueda dar vida a todos los que se acerquen a él..., que venga su Reino y que desaparezcan definitivamente el dolor, la muerte y el llanto. El significado de esa oración de Jesús en Getsemaní es este: “Padre, mi carne, mi sensibilidad humana, se rebela y me lleva a huir de esta hora, de esta prueba...; pero, a pesar de todo, quiero que se cumpla tu plan de salvación, que triunfe tu Reino y no el imperio de las tinieblas... Esto es lo que quiero, aunque ahora me cueste sudor de sangre”. “Las palabras de la oración de Cristo en Getsemaní prueban la verdad del amor mediante la verdad del sufrimiento” (Salvifici doloris, n. 18).

Por tanto, la Biblia no ofrece explicaciones para el dolor. Se nos ofrece la oportunidad de iluminar la experiencia del dolor desde dentro, pero no de explicarlo.

El sufrimiento vivido con Jesús es la puerta estrecha que conduce a la vida, y el mensaje gozoso es precisamente que el sufrimiento no es un fin a sí mismo, sino que Jesús lo experimentó por nosotros, por nuestra salvación, que no nos dejó solos en el sufrimiento. Jesús representa “el sufrimiento vencido por el amor” (Salvifici doloris, n. 14). “Y si [somos] hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él” (Rm 8,17).

 

“El Apostolado del Sufrimiento”

Además de la sensibilidad recibida en el Seminario, el P. Alberione tuvo también una referencia en este tema: "El Apostolado del Sufrimiento”, una asociación destinada a realizar un doble apostolado: ayudar a los que sufren a acoger e incluso amar los propios sufrimientos físicos y morales como don de la predilección de Dios, y colaborar con el sufrimiento en la reconstrucción de las familias cristianas, mediante la formación de los miembros en la escuela del Evangelio, con un apego devoto y filial al Papa.

Fundada por el venerable Santiago Gaglione, el 21 de marzo de 1948, fue aprobada como sociedad por el obispo de Caserta, Bartolomé Mangino, quien había animado al venerable siervo de Dios a establecer una hermandad de los enfermos que regresaban de Lourdes. De hecho, la idea inspiradora del Apostolado del Sufrimiento nació durante el primer viaje de Santiago a Lourdes, diecisiete años después del comienzo de su enfermedad. El Señor hizo comprender a Santiago la misión a la que le destinaba: ser apóstol entre los que sufren, una misión que tuvo aún más clara tras su encuentro con san Pío de Pietrelcina.

El principal compromiso de los miembros es el ofrecimiento espiritual diario. A esto se añade el contacto personal con los que sufren, incluso por carta cuando no es posible el acercamiento personal; además de las prácticas habituales de piedad y la contribución económica para la inscripción, y la difusión del Apostolado del Sufrimiento (cfr. www.giacomogaglione.it).

 

La propuesta del P. Alberione

Las referencias al apostolado del sufrimiento son frecuentes en la predicación del beato Santiago Alberione, ya que es “corona y cumplimiento de los apostolados de los santos deseos de oración y buen ejemplo”, afirma él mismo.

Hablando a las Hijas de San Pablo (ver Alle Figlie di San Paolo 1947, págs. 400-416 y 1956, págs. 489-495), el Fundador ofrece una síntesis de su pensamiento sobre el sufrimiento y el apostolado del sufrimiento. Obviamente, su doctrina se resiente de la espiritualidad de la época, pero tiene algunas ideas muy hermosas, que quería transmitir a sus hijos e hijas.

Comienza con el fundamento teológico: “Para la redención y salvación de las almas, los sufrimientos de Jesús fueron suficientes, completos, sobreabundantes; pero solo en la Cabeza. Faltaban todavía los sufrimientos de Jesucristo en sus miembros místicos, es decir, en nosotros... Y así habla al respecto san Pablo: ‘Completo en mi carne lo que falta en los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia’ (Col 1,24). Cada apóstol puede decir: este cuerpo soy yo, porque soy miembro de Cristo. Y lo que falta a los sufrimientos de Cristo, lo debo hacer en mí mismo, por su cuerpo que es la Iglesia”.

El Fundador habla luego del origen de los sufrimientos: muchos surgen de nosotros mismos: pecados, limitaciones, impotencia...; otros tienen origen fuera de nosotros: personas, noticias, situaciones… Son sufrimientos que todos, más o menos, encontramos.

Explica que el apostolado del sufrimiento “consiste en utilizar el sufrimiento para los fines del apostolado: la gloria de Dios y la paz de las almas”. Y afirma la grandeza del apostolado del sufrimiento, “sumamente útil”. “Así como Jesús nos salvó realmente con su pasión, nosotros debemos salvarnos con nuestra pasión. Y como Jesús ejerció su mayor apostolado con su pasión, así el mayor y más útil apostolado es el del sufrimiento. Los que sufren a veces no pueden trabajar; pero recordemos que no basta con sembrar, hay que preparar la tierra y abonarla: el sufrimiento la hace fecundar”.

Con gran realismo, el P. Alberione aconseja: “No deben aspirar a este apostolado, sino aceptar bien los sufrimientos inherentes a vuestro apostolado...”. Y concluye: “aceptemos bien nuestras cruces, las que nos llegan del apostolado, del trabajo espiritual, del oficio, etc. Luego están las cruces voluntarias: cerrar los ojos a las vanidades, cerrar el corazón a los afectos humanos, apurar los pasos para llegar pronto, mortificarse en las facultades del alma, etc.

Y nos anima a elegir bien esas penitencias voluntarias, que deben estar relacionadas con el apostolado: “Mientras tanto, hagan las penitencias comunes en su apostolado, o que requiera la vida diaria. ¿Se podría acaso prestar atención a todos los consejos y exhortaciones esparcidos en libracos llenos de cosas teóricas, vanas o sentimentales? ¡No somos santos porque somos víctimas! Ustedes son santos si aman al Señor con todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas, sobre todas las cosas, siempre... Trabajen intensamente en su apostolado hasta pidiendo al Señor la salud... Dedíquense a su apostolado con todas sus energías. Su ofrecimiento como víctimas debe hacerse en este sentido”.

Un aspecto que aporta valor a este apostolado: “El apostolado del sufrimiento realizado en silencio es el sello, el termómetro para distinguir si los demás apostolados se ejercen con espíritu recto, verdaderamente por amor a Dios”.

Y explica: “En el apostolado de la vida interior, de la oración, puede haber alguna satisfacción personal. En el apostolado del ejemplo y la acción, puede infiltrarse alguna escoria del amor propio. Pero cuando un alma es capaz de sufrir en el escondimiento y tal vez sabe sonreír, aunque el corazón sangre y el alma esté angustiada, entonces no hay duda, es verdadero amor a Dios... se sabe sumar el apostolado del sufrimiento, entonces se completa la redención: ‘Cumplo en mí la pasión de Cristo’ por la Iglesia”.

El P. Alberione hace propuestas muy concretas para “ejercer este apostolado. En primer lugar, aceptar siempre todas las cruces... No vayamos a buscar nosotros las cruces a la ligera... En segundo lugar, aceptarlas con humildad. Para descontar de nuestros pecados: ¡hemos cometido tantos!... En tercer lugar, aceptarlos en penitencia por los pecados ajenos, pecados cometidos con la mala prensa, películas inmorales, radios obscenas...” Y: “Finalmente –concluye el Fundador–, aceptarlos con gratitud; poner en ello todo el corazón”.

Finalmente, el Fundador enumera los méritos del apostolado del sufrimiento: “es un apostolado posible para todos, con la gracia divina. A menudo es hacer de la necesidad virtud; ya que todo el mundo tiene algo de qué sufrir. Es un apostolado muy eficaz; porque es asociarse con el Divino Paciente, Cristo Jesús. Es el apostolado que distingue al verdadero apóstol del apóstol de nombre”.

No es difícil descubrir aquí la conexión inmediata del apostolado del sufrimiento con otro modo de apostolado, propuesto muy a menudo por el Fundador a todos los paulinos y paulinas, especialmente a los Discípulos y Discípulas del Divino Maestro, y más tarde a los miembros de los Institutos Paulinos de vida secular consagrada: la reparación.

 

Conclusión

Si el hombre de hace 50 años podía resignarse a la idea de un Dios que manda las enfermedades, el hombre de hoy rechaza tajantemente este punto de vista y tiene todas las razones para rechazarlo. Y entonces se podría pensar que, en la sociedad actual, el apostolado del sufrimiento es algo que se ha quedado obsoleto, que ha perdido su sentido... ¡Todo lo contrario! Sin embargo, es necesario enfocar bien su sentido.

Una espiritualidad del sufrimiento que había caído en el “dolorismo”, que atribuye al sufrimiento un valor en sí mismo, significa haber olvidado la Biblia, en la que está Job que razona de manera muy diferente, y Jesús, Hijo de Dios, que siempre sanó a los enfermos que se le acercaban, y nunca se dice que hiciera enfermar a alguno por voluntad de Dios… Dios está del lado de los que sufren, nunca contra ellos para hacerlos sufrir.

Es necesario superar hoy cierta forma de ver las cosas, y volver a la visión del rostro de Dios que nos revela el evangelio. Se debe promover la imagen de un Jesús que se conmueve ante todo sufrimiento humano, revelando el rostro de Dios que está a favor nuestro, no contra nosotros. Un Jesús que libera a los demás del sufrimiento, pero que no huye del propio, y no por masoquismo, sino para ser coherente con lo que hizo y enseñó: la fidelidad a la voluntad del Padre.

En el Nuevo Testamento nunca se dice que Cristo ofreciera al Padre sus sufrimientos; en cambio, se dice explícitamente que Cristo no ofreció algo de sí mismo (sufrimiento o cualquier otra cosa), sino que “se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha” (Hb 9,14). Jesús no nos salvó gracias a la cruz, sino por su amor a nosotros, que lo llevó a morir en la cruz. Por tanto, espiritualidad cristiana –tanto para los que están bien y trabajan, como para los que sufren y no pueden hacer nada–, es ofrecerse a Dios en cualquier situación en que uno se encuentre.

Ofrecer el trabajo puede calmar la conciencia: uno se siente bien, porque se lo ha ofrecido a Dios, aunque luego se haga con nerviosismo, con descuido, con enfado o lo que sea... Lo mismo para un enfermo: no tiene sentido ofrecer el sufrimiento y luego ser quejoso y gruñón con todos.

Ofrecerse a sí mismo a Dios es bien diverso; es mucho más exigente, porque nos obliga a ser coherentes con la oferta realizada; de lo contrario, no sería una ofrenda de “suave olor”, como dice san Pablo. Él mismo lo confirma: “Los exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer sus cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es su culto espiritual” (Rm 12,1). Así que, no es el trabajo, el sufrimiento o cualquier otra cosa... lo que se ofrece, sino vuestros cuerpos, toda la persona, en cualquier situación que se encuentre. Bien diverso de una oración superficial: “Señor, te ofrezco esto..., te ofrezco lo otro...”. Aquí es la vida real la que está completamente involucrada. Esto vale para todos, pero, obviamente, también para los que sufren.

Y entonces, ¿la oferta tendrá siempre el mismo valor? El hecho de que la ofrenda del que sufre sea más preciosa a los ojos de Dios, o incluso redentora, no se debe al hecho de que el dolor vale más que el trabajo o cualquier otra experiencia humana, sino al hecho de que el que sufre paga un precio más alto por seguir siendo fiel al Señor y bondadoso con todos.

En definitiva, es el amor lo que hace más o menos preciosa la ofrenda que uno hace de sí mismo a Dios. Aquí radica el sentido y el gran valor del apostolado del sufrimiento que, si se vive en comunión con los sufrimientos de Cristo, hace de nosotros una oferta aceptable a Dios para la salvación de la humanidad. “Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual” (Salvifici doloris, n. 26).

 

  1. José Antonio Pérez, ssp

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